Los dedos, fríos como cubos de hielo irreducible, caminan por tu piel, que se eriza pausadamente. Se deslizan con extrema suavidad y tu piel se torna más viva, más expresiva; los vellos se levantan como una legión de soldados y tú no te quejas. Extrañamente, no te quejas. Mis dedos, fríos como témpanos de hielo de un invierno adolescente, vuelven a recorrer tu cuerpo, mientras tus labios me piden un beso (o quizá no lo hacen, pero mi boca anhela besar los tuyos). Luego, con la mirada busco tu pupila, pero tras las ventanas cerradas de tus párpados se esconde el azul mar donde mis ojos naufragan. Te beso. Con los ojos entrecerrados, te beso y te acaricio ya con dedos de agua tibia.
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