Le caían de las manos gotas tibias y diminutas, sin cesar. La ropa, que había sido blanca, parecía ahora una amapola; el olor a hierro invadía la habitación. Llevaba en las manos ramos de espinas, como si espinas no fueran. Podría haber pensado que alucinaba, pero al ver aquellos ramos… parecían dos poemas. Se alargaban unos sesenta centímetros, con líneas tortuosas que trazaban piruetas de acróbatas en el aire, o rizos perfectos de sirenas. Los pinchos eran finos, no muy largos, parecían hechos de cristal de colores. Nunca en mi vida vi nada más hermoso. La mirada se perdía en ellos, no me extraña que Magnolia se enamorara y los cogiera así, entre las manos. Magnolia, que debió besarlos, tenía ya los labios del rojo oscuro que deja la sangre seca. Quedó como en otro mundo. Sus ojos vidriosos vagaban, sin mirar, por algún lugar lejano; sus mejillas, rosadas, parecían las de una niña lozana. Con los dos ramos de espinas en las manos, Magnolia caminaba. Y la ropa teñida de rojo, antes bl...
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