Le caían de las manos gotas tibias y diminutas, sin cesar. La ropa, que había sido blanca, parecía ahora una amapola; el olor a hierro invadía la habitación. Llevaba en las manos ramos de espinas, como si espinas no fueran. Podría haber pensado que alucinaba, pero al ver aquellos ramos… parecían dos poemas. Se alargaban unos sesenta centímetros, con líneas tortuosas que trazaban piruetas de acróbatas en el aire, o rizos perfectos de sirenas. Los pinchos eran finos, no muy largos, parecían hechos de cristal de colores. Nunca en mi vida vi nada más hermoso. La mirada se perdía en ellos, no me extraña que Magnolia se enamorara y los cogiera así, entre las manos. Magnolia, que debió besarlos, tenía ya los labios del rojo oscuro que deja la sangre seca. Quedó como en otro mundo. Sus ojos vidriosos vagaban, sin mirar, por algún lugar lejano; sus mejillas, rosadas, parecían las de una niña lozana. Con los dos ramos de espinas en las manos, Magnolia caminaba. Y la ropa teñida de rojo, antes blanca, le confería un aspecto de flor salvaje.
Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada. Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él. Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma. —No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez...
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