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Aranza

Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada.

Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él.

Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma.

—No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez más, volvería a su lado. Y no podía.

Entonces, un ruido estruendoso la hizo girarse por instinto. Mario estaba en el suelo. Se detuvo unos instantes; el corazón le dio un vuelco. Pero cuando lo vio incorporarse, siguió su camino. Aquel camino que tantas veces recorrió con facilidad ahora se le antojaba interminable, una cuesta empinada de mil metros, de mil años.

Por un instante pensó que la lluvia podía ser una señal, que debía quedarse a su lado. Pero la imagen de Arcadio apareció en su mente y aceleró el paso, casi corriendo. Algunos años se le escurrieron por la alcantarilla con el agua, pero luego los recuperó. Su cabello marrón ahora estaba lacio, su cuerpo parecía más pesado, y las maletas, empapadas, se volvían un lastre.

Faltaba poco para terminar la calle peatonal y encontrar un taxi. Pero justo antes de llegar a la esquina, se detuvo. Su respiración se agitaba.

—¿Qué estoy haciendo? —pensó.

El agua disimulaba su llanto. Se dejó caer sobre una maleta, vencida, con las manos sobre las rodillas. Balbuceó algo ininteligible mientras las imágenes de aquella mañana se amontonaban en su cabeza.

Horas antes, cuando el cielo se oscurecía bajo la amenaza de tormenta, Mario entró en la casa con el único propósito de recuperar un documento. Apenas hacía unos días, Aranza se había vestido con lencería blanca y habían hecho el amor. ¿Cómo voy a follar a un ángel? Había pensado en ese instante, y la idea le pareció macabra. Ella, con su piel blanca, su cabello marrón, sus mejillas rosadas y sus labios rojos como la sangre, era un ángel.

Caminó por la entrada, donde un recibidor sencillo y una maceta con una planta artificial le dieron la bienvenida. Se dirigió al salón, pero no encontró lo que buscaba. En su lugar, sobre la mesa, había una nota.

La leyó en voz alta:

"Me voy para siempre. Adiós.
Aranza."

Era una despedida breve, ligera. Pero pesaba. Pesaba tanto que Mario sintió que se le hundía el pecho.

Sus ojos se abrieron como platos, y el corazón pareció atorársele en la garganta. Intentó hablar, pero no pudo.

Corrió hasta la habitación que hasta esa mañana había compartido con ella. No la encontró. Las cosas estaban revueltas, los armarios abiertos, y dos maletas esperaban entre el tocador y la puerta.

"No lo puedo entender."

Se llevó las manos a la cabeza, revolviéndose el pelo. No tenía ni idea de por qué Aranza lo dejaba.

Llovía dentro de la casa. Llovía en su alma.

Si hubiera llegado un poco más tarde, habría encontrado solo el silencio, la nota y el infierno creciendo en la oscuridad.

Quiso deshacer las maletas, devolverlo todo a su lugar. Pero no tenía derecho. La escueta nota, escrita con bolígrafo rojo sobre un papel amarillento, era la prueba de que aquella vida, que hasta ayer era suya, ya no le pertenecía.

Revolvió en los cajones buscando respuestas. No había ocurrido nada, no recordaba ninguna discusión, nada que explicara aquello. Prendió la luz en la casa sumida en sombras.

Pensó en llamarla, pero no lo hizo.

—Volverá... volverá por sus maletas —murmuró, con una voz que ya no era suya, sino la de un hombre viejo.

Aranza levantó la vista. La lluvia seguía cayendo sobre ella. De pronto, se sintió como una gota más en ese aguacero interminable, o como una mota de polvo aferrada a una maleta, esperando no desaparecer... o deseándolo.

Mario estaba cerca. Sus pasos eran lentos. Sabía que Aranza no se movería. Parecía una roca, inmóvil bajo la lluvia, como si el tiempo hubiera decidido detenerse solo para ella.

Una vez, su abuela le dijo que, cuando uno lo pasaba mal, el tiempo transcurría más lento, para que pudiera tomar una decisión acertada.

Quizá estaba recapacitando.

Quizá estaba a punto de decidir.

Mario recordó cómo, minutos antes, Aranza había abierto la puerta de la casa con aquella llave que él mismo le había dado años atrás. Lo había hecho con dudas. Vio las luces encendidas y vaciló.

Mario también dudaba.

—Aranza, por favor...

—Ya te lo he dicho antes —susurró ella, sin mirarlo.

—Quiero saber por qué te vas. No lo entiendo, amor.

Ella bajó la mirada.

—¿Dónde quedaron nuestras promesas? ¿Nuestros sueños? ¿Nuestros planes?

Quiso levantarse, pero tenía las piernas entumecidas. El frío la había calado hasta los huesos.

Recordó las risas en el club de baile, las caricias bajo las sábanas, el amor que aún podía sentir entre ellos.

Y luego, recordó lo otro.

Recordó a Arcadio.

Mario no sabía que ella había estado embarazada.

No sabía lo que había pasado esa mañana.

Mario permaneció en silencio, pero la desesperación crecía dentro de él.

Quiso abofetearla, traerla de vuelta, sacarla de su mutismo.

En cambio, gritó:

—¡Aranza! ¡Aranza!

Ella no reaccionó.

Sus pupilas estaban dilatadas.

Quería que todo terminara.

—¿Dónde está el amor? —preguntó Mario, con la voz rota.

—¿Dónde está el amor? —susurró ella, en un eco vacío.

Mario se acercó. La vio frágil, como un ave con las alas rotas.

Intentó besarla.

Aranza cerró los ojos.

Y entonces, la vio.

Vio los cadáveres apilados en la habitación de su exjefe.

Vio la piel fría, los cuerpos sin vida.

Vio a Arcadio acercándose a ella.

Sintió nuevamente el asco, la angustia, la culpa.

Sintió la sangre tibia escurriéndose entre sus piernas.

Vio la ventana. Vio el momento en que lo mató.

Vio el rostro de Mario.

Quiso hablar, pedirle perdón, contarle todo.

Pero no tuvo fuerzas.

Su cuerpo quedó exangüe entre los brazos de aquel al que amaba.

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