De pie frente a la ventana, observo la tarde teñirse de rojo. El color se expande como un presagio, como una herida abierta en el cielo. Pienso en lo que ocurrió la tarde anterior. Yo estaba allí, atrapado en el reflejo, testigo mudo de lo inevitable. Nadie me vio.
—Probablemente no te das cuenta de lo que estás haciendo —dijo Roberto, con la voz tensa.
Jana, sentada en la cama con las piernas cruzadas, levantó la vista y frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
—Sabes perfectamente a qué me refiero.
Jana bufó y desvió la mirada.
—Puedes irte. No me interesa discutir.
Roberto apretó los puños.
—¿Crees que papá estaría orgulloso de ti?
—No lo sé. Y tampoco me importa.
Él avanzó un paso. Su respiración era irregular.
—Me das asco, Jana. ¿Oíste? ¡Asco!
La habitación quedó en silencio cuando Roberto salió dando un portazo. En el reflejo del espejo, vi su rostro crispado, la vena latiéndole en la frente. Sus manos temblaban. No podía soportarlo más.
Jana, en cambio, se quedó quieta, mirando el techo, indiferente. Yo la observé. Siempre la observaba. Sus manos blancas, su cabello rubio cayendo en cascada sobre sus hombros, sus ojos verdes que parecían sonreír aunque su expresión fuera neutra. Me recordaba a mí cuando tenía su edad.
Yo tampoco entendía exactamente lo que molestaba a Roberto. Al principio. Luego lo intuí. Pero no podía hacer nada. No podía advertirla. No podía intervenir.
Un ruido en la planta baja rompió la quietud. Jana lo oyó, pero no reaccionó. Solo siguió mirando el techo.
Minutos antes, Roberto temblaba. Era un temblor furioso, una sacudida contenida que recorría sus brazos, su mandíbula apretada, su pecho subiendo y bajando como si le faltara el aire. Lo vi desde mi prisión de cristal, impotente, cuando tomó algo entre las manos y subió las escaleras.
Jana ni siquiera lo notó hasta que él estuvo junto a ella.
—¡Roberto! —rio, sorprendida por su repentina cercanía. Por un instante, parecía una broma más entre hermanos.
Pero entonces, su cuerpo se tensó.
Un movimiento rápido.
Otro.
Y otro.
Su risa se convirtió en un jadeo ahogado. Su espalda arqueada. Un espasmo. Un grito corto, cortado. La sangre brotó de su boca, manchándole la barbilla.
Roberto respiraba agitado, la sombra de la culpa ya sobre sus hombros. Jadeó, dio un paso atrás. Sus dedos soltaron el cuchillo, que golpeó el suelo con un sonido sordo.
Y luego lo vi.
Se giró hacia el espejo y, en un arrebato de furia o desesperación, lanzó el cuchillo contra el cristal.
Se rompió.
Y con él, yo fui liberado.
El aire frío me envolvió cuando me separé del reflejo. Lo seguí. Roberto estaba pálido, con los ojos desorbitados.
—¡He matado a mi hermana! —gritó, con la voz desgarrada.
Abrió la ventana. Miró hacia abajo, el vértigo reflejado en su rostro.
—¡Ayudad a mi hermana! ¡Ayudadla! —clamó, aunque sabía que ya era tarde.
Lo vi aferrarse al marco. Un segundo después, su cuerpo cayó, perdiéndose en el vacío.
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