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Enemigas íntimas

Era una tarde cualquiera, y como otras, la encontré a ella. Caminaba lentamente bajo el peso del sol de verano. Como cada mediodía, después del colegio, iba hacia la casa de mi abuela. Miraba a lo lejos aquel camino que parecía eterno. Ella me preguntó algo y le contesté, atraída, no sé muy bien por qué. Aquello no habría sido nada del otro mundo, si no fuera porque lo teníamos prohibido. Miré a mi alrededor, asegurándome de que nadie nos viera. Nadie podía vernos juntas, pues aquello era algo así como un delito muy grave.

Ella era morena, de cabello rizado, con un rostro redondo y dos grandes mofletes. Una chica alegre, nada parecida a la niña taciturna que yo era. Después de caminar y hablar por largos minutos, nos detuvimos bajo la sombra de un gran árbol. Me aseguré de que no hubiera nadie. No vi ni un alma. Ella hablaba de algo que no recuerdo bien, pues yo estaba absorta en mis pensamientos. Cuando estuvimos cerca de la casa de mi abuela, no sabía cómo desembarazarme de ella. Me alejé y nos despedimos. Entonces eché a correr.

“Me esperan”, no recuerdo si se lo dije, y si lo hice, no era verdad. Tenía prisa por desaparecer, pánico de ser descubierta.

Al llegar a casa, imaginé que alguien nos había visto hablando. Me pregunté si alguna vieja había espiado desde la ventana de su casa y esperaba con ansias poder contarlo a mi madre, a mi abuela o, peor aún, a mi padre. ¿Qué me podría suceder? Me imaginaba algo terrible. ¡Si mis tías lo supieran! ¡Sería como ser juzgada por la Santa Inquisición!

Me senté a la mesa y empezamos a comer. Cada trozo de tortilla que pasaba por mis manos se detenía en ellas por minutos, como si fueran barcos que flotaban en el aire o trozos de un molino de viento. Entonces creí que ella se lo diría a su madre, que su madre lo contaría a alguien, y ese alguien a mis padres. Tenía que quedarme callada, y ella también…

Recuerdo que incluso recé. ¡Ella no podía contarlo! Pasé del miedo al arrepentimiento. ¿Me matarían mis padres si lo supieran? Nadie me preguntó qué me pasaba, ni me exigieron que comiera más deprisa. No, aquello ya era habitual.

Terminé de comer, me levanté de la mesa e hice mis deberes. Mientras los hacía, pensaba en mi “delito”. Entonces empecé a preguntarme ¿por qué? y no pude comprender nada.

A la mañana siguiente me desperté preguntándome si mis padres ya lo sabían. En el colegio la evité. Le giré la cara, pero cuando nos encontramos en la calle, intentó hablarme. Titubeé, pero contesté. Hablamos, y así lo hicimos cada día desde entonces, siempre que yo calculaba que no había nadie que pudiera vernos. Me preguntaba qué pasaba por su cabeza.

Un día me dijo que me regalaría algo, y cuando lo hizo, pensé que no podía aceptarlo.

A la mañana siguiente nos encontramos en el camino al colegio. Quién sabe por qué razón salí de casa más temprano de lo habitual. Ella sacó un anillo del bolsillo de su pantalón. Era precioso. Entramos al colegio y no pensé más que en las matemáticas y otras materias, pero al salir de clase, ella me llamó y me dijo:

—Te lo daré mañana.

Luego continuó hablando de cosas que se nos ocurrían mientras caminábamos hacia la casa de mi abuela.

Bueno, aquello no podía ser tan malo, pensé. Imaginé el anillo en mis dedos, y luego caí en la cuenta de que mis padres lo descubrirían y caería sobre mí el peso de su rabia.

¡Oh no! ¡No puede regalarme aquel anillo! ¡No puede!, pensé.

Imaginé que aquel anillo pertenecía a su madre y que mis padres, antes de ser enemigos, lo conocían.

Aquella tarde no comí. Lo recuerdo bien porque fue el día en que nos avisaron de la muerte de la madre de una amiga de mi hermana.

Qué extraña sensación… Después vino el remordimiento y, más tarde, como siempre, el miedo a ser descubierta.

Pasaron muchos días y no la volví a ver. Creí que estaba enferma y la busqué por doquier. No podía preguntar a nadie. Nadie debía saber de nuestra amistad. ¡Nadie!

Me fui a casa, cabizbaja, esperando que saliera de algún callejón, que pronunciara mi nombre. Por aquel entonces no sabía que aquello era echarla de menos.

Supuse que su madre la había descubierto y que se había negado. O probablemente estaba tan enfadada como se enfadarían mis padres si lo supieran.

Cuando llegué a casa, mi padre me dijo:

—Tenemos que hablar.

¡La sangre bajó a mis pies!

Aquella amistad era prohibida.

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