“Las cosas de las que uno
está completamente seguro
nunca son verdad.
Ésa es la fatalidad de la fe
y la lección del romanticismo”
Un poco de leche caliente y dos caramelos amargos de botica. La noche perfecta. Dos de la madrugada, después de un polvo de receta te ronda en la cabeza la imagen de la tía a la que querías follarte la mañana anterior y de pronto lo ves claro: era una locura.
Tenían razón los médicos. Te habías convertido en adicto a los caramelos diminutos que a veces te ponías debajo de la lengua para aliviar aquellas marejadas de dolor, que, se te antojaban, eran del alma. Los caramelos nunca fueron problema para ti, pero ahora los consumes a montones. A veces piensas que no los necesitas, pero gracias a ellos te despides de la carga pesada que es para ti la existencia.
De pronto ves en tu cabeza al ermitaño. Lo odias. Recuerdas aquel día de hace diez años, cuando caminabas por aquella calle de la ciudad sin nombre y lo viste por vez primera, allá a lo lejos, desde aquella azotea que dejaba escapar un olor tenue y nauseabundo… el de esos demonios con alas que a veces te cagaban el sombrero; eras un hombre moderno al que le gustaba rozar los viejos años con los dedos. Y allí, cuando lo viste, te pareció gordo y repelente, aunque solo veías una silueta de sombras entre la luz. Tanta luz a veces ciega. Escuchaste el zureo de las palomas y luego una voz resonante que recitaba prosa a aquellas ratas voladoras que parecían observar al que les hablaba con aquella voz, que, se te figuraba, era de un poeta loco que leía libros rancios a palomas; aunque tal vez solo era un friki. Hay cosas que no podías imaginar.
Amanece, te levantas y ves en el espejo gordura, te asustas y ya no sabes si solo es vejez. Te vistes con la ropa que hace mucho que no te pones y de repente parece que te trasladas al 2020, cuando superaste la enfermedad contra todo pronóstico. Tu color favorito ya no es el amarillo, pero recordar te hace sentir vivo.
Caminas por la calle, la misma de siempre desde que te mudaste a esa ciudad sin nombre. Huele a jazmín y no muy lejos ves las palomas en fila mirando al ermitaño, y esta vez no les habla, parece que las palomas le recitan poesías. Una paloma se acerca y ves que lleva algo en la pata.
— ¿Qué coño? ¿Una paloma mensajera? —dices entre dientes.
«Las palomas mensajeras dejaron de existir hace siglos», piensas. Te frotas los ojos. Sí, es real. Recuerdas los rumores de la gente, las palomas malditas que llevaban escritos mensajes de muerte con una caligrafía siniestra. «Puto ermitaño», piensas.
Quieres buscar un poco de yerba, pero primero, aunque te carcome el remordimiento porque has echado chicha, has de desayunar. Tienes ganas de guerra.
Cae una caca sobre tu hombro.
—Maricón ¡¡tus… putas palomas otra vez!! —dices mientras te limpias con un pañuelo que no piensas lavar.
El ermitaño se queda callado y solo ves su sombra a lo lejos.
—UN DÍA SUBIRÉ A MATARTE Y TE CORTARÉ EN PEDAZOS como hiciste con la vieja con la que vivías. ¡TUS PUTAS PALOMAS VAN A TRAGARSE TU CARNE PODRIDA! —gritas.
El ermitaño desaparece de la azotea. Te mueves a un ritmo rápido con una sonrisa pícara y a la vez temerosa; recuerdas el olor a hierro de la sangre.
Con ligereza llegas a la chocolatería.
—Chocolate con churros, por favor —pides con confianza.
Te ponen el chocolate. El olor te invade y sientes el placer orgásmico al recordar tu primer chocolate en aquel lugar, al lado de Guiomar.
La puerta de La bohemia se abre. Huele a tinta y a caca de palomas.
Crees que es el ermitaño, pero cuentan que nunca ha salido de aquella casa siniestra y llena de mugre, que es un antisocial.
Miras la entrada, es un hombre de cara cincelada y perfecta, que lo sería más de no ser porque la vejez va recorriendo su cuerpo como lo ha hecho con el tuyo. No es gordo. «No es el ermitaño», piensas, pero temes.
Los pasos se acercan. El hombre te mira fijamente. Pronto está cerca de ti, das un trago dificultoso al chocolate y te quemas la lengua. Lleva una falsa daga en la mano. Te mira a los ojos y tú, sin poder evitarlo, observas sus labios dibujados de forma perfecta, llevabas largos años soñándolos…
Es la primera vez que lo ves tan cerca. ¿Recuerdas cuánto lo odias?
Él respira el olor del chocolate y parece viajar en el tiempo. La daga cae de sus manos. Rasca su brazo y se lleva la mano a la garganta instintivamente y tú le ofreces chocolate mientras permaneces con la boca abierta en círculo. Él da dos pasos atrás abriendo los ojos como dos discos de vinilo de un verde esmeralda. Te mira a los ojos como si te conociera de toda la vida. Aquella mirada te hipnotiza.
— ¿Qué te pasa, ermitaño? —preguntas, titubeante.
—Llá-lláma-me Clemens —tartamudea —¿tú có-mo te llamas? —dice con cara de bobo y un hilillo de voz.
Alguien llama a la policía.
—Ha entrado un loco a La bohemia… — dicen sin que alcances a entender nada más.
—Martina, necesito que vengas a casa —dice el ermitaño, obnubilado, pero en ese momento con seguridad—ahora —finaliza.
—Mi nombre es Aníbal, ermitaño.
—Ven conmigo, por favor. Te estaba buscando desde que te fuiste hace 10 años.
Estás desconcertado, completamente desconcertado y con la lengua escocida. No dices palabra.
Sales de allí con una erección siguiendo al ermitaño. Te lleva a su casa y está impoluta; escuchas el gorjeo de las palomas en la azotea. Te dirige por aquel lugar hacia una gran habitación que nunca hubieses podido imaginar. Ves que está llena de libros, que te parecen a primera vista infumables.
Lo miras. Te hace una felación y luego de quitaros totalmente la ropa empieza a hacerte el amor.
—No me beses, un beso tuyo podría matarme —dice el ermitaño con voz pausada y temblorosa de deseo —Martina, tú y el chocolate… —mueve la cabeza y tú te quedas sin palabras.
Sigues sin entender por qué te llama Martina, pero disfrutas de su cuerpo entrando en oleadas.
Sientes que explota dentro de ti, a la vez que salpicas un libro que está posado sobre el escritorio.
—Puedes descansar aquí —dice jadeante.
Te señala una cama al fondo, lejos del escritorio… y asientes; entonces se aleja.
Observas el libro del escritorio, la curiosidad te mata. Lo limpias. Lo abres. Te relames.
Hay una dedicatoria:
«03//03/2020
Cada vez que hojees este libro saborearás el chocolate y prometo que este no te matará… A mi alérgico favorito, Clemens, con amor,
Martina».
Se te hiela la sangre.
Hojeas el libro. «Alea iacta est», piensas. Son dibujos excelentes en tonos marrones. Hay una fotografía. Es una mujer. Quedas estupefacto, tiene tus ojos, tu mirada, ¡tu alma! Contemplas la foto y a la vez tu imagen en el espejo del pequeño tocador que hay enfrente.
—Son mis mismos ojos —dices con la boca entreabierta y los ojos absortos en una realidad paralela.
Ves accesorios de mujer sobre el tocador. Sientes que te llaman… Te sales de los límites permitidos, te pintas los labios de rojo, te pones unos pendientes desafiantes y te vas a la cama, quizás te quedes dormido. Entonces él aparece en el umbral de la puerta, con una mueca por sonrisa, y desnudo.
—A estas alturas ya sabes mucho de mí... No soporto a la gente, pero tú me salvas, flaca… —dice con una voz resbalosa y escarchada en azúcar. Te estremeces.
Lo miras a los ojos con perplejidad. No sabes si estás soñando.
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