Ir al contenido principal

A mi abuelo.




Cuando te fuiste comencé a escribirte una carta, tenía muchas cosas que decirte, muchas, tantas que no podía escribirlas todas, me enseñaste muchas cosas, me quisiste mucho y yo te quise mucho. No pude terminar la carta, fue muy doloroso... Tu partida dejó una herida en nuestros corazones y abrió viejas heridas, recordé la partida de mi abuelo materno, fue duro, pedí explicaciones a la vida, pero nadie, nadie pudo dármelas, comprendo muchas cosas y se que eso es algo que debe suceder, que todos tenemos que morir, tu tenias 9 décadas terminadas y una comenzada, quería que tuvieras las 10, pero no pudo ser… Lo que más me duele es que ya no te podré volver a ver, que no podré aprender más de tus vivencias, de tus relatos y que no pude decirte adiós, aunque tú sabes que yo odio las despedidas “papá Quino”. Hoy estoy más tranquila, sigo pensando en ti, pero tu partida me ha dejado más claro que hay que vivir el momento, que el futuro podemos intuirlo pero no saberlo con certeza, hoy tan solo tenemos el hoy. Nunca leerás estas palabras por que tus ojos están cerrados, nunca las escucharas por que tus oídos ahora ya no pueden escuchar, pero tengo la esperanza abuelo de que de alguna manera lo puedas sentir. Detrás de la muerte debe haber algo, eso me lo dice una parte de mi, aunque la otra lo niegue, se que es verdad, desafortunadamente no podemos verlo por que todas las ventanas son oscuras y están cerradas. Ojalá que desde donde quiera que estés puedas ayudar a que tu hijo, mi padre, se cure, no son tonterías aunque en otra época me lo hubieran parecido, la vida es fácil y a veces compleja para los hombres. Yo se que nada se termina para siempre, de una u otra forma estas aquí, pero tu cuerpo mortal ya descansa. Que descanses en paz papá Quino. Te quiero mucho, te quise mucho, ya no quiero llorar aunque una parte de mi desee hacerlo, tan solo te recordaré y recordaré los buenos momentos, te recordaré como mi niño grande, como mi gran abuelo y como a mi otro gran abuelo, con mucho cariño...
Tu nieta, Yaneth.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Aranza

Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada. Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él. Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma. —No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez...

«Alea iacta est»

“Las cosas de las que uno  está completamente seguro  nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe  y la lección del romanticismo” Un poco de leche caliente y dos caramelos amargos de botica. La noche perfecta. Dos de la madrugada, después de un polvo de receta te ronda en la cabeza la imagen de la tía a la que querías follarte la mañana anterior y de pronto lo ves claro: era una locura.  Tenían razón los médicos. Te habías convertido en adicto a los caramelos diminutos que a veces te ponías debajo de la lengua para aliviar aquellas marejadas de dolor, que, se te antojaban, eran del alma. Los caramelos nunca fueron problema para ti, pero ahora los consumes a montones. A veces piensas que no los necesitas, pero gracias a ellos te despides de la carga pesada que es para ti la existencia.  De pronto ves en tu cabeza al ermitaño. Lo odias. Recuerdas aquel día de hace diez años, cuando caminabas por aquella calle de la ciudad sin nombre y lo viste por vez primera, ...

Margarita

Margarita estaba sentada frente a la estación. La mañana era fresca, y el olor intenso del bosque lo impregnaba todo. A lo lejos, las montañas parecían observarla desde lo alto con ojos verdes y oscuros. Un sonido se filtró desde uno de los vagones abandonados, pero no había nadie. Tal vez era el chillido de una rata malherida, pensó. Sabía que ningún tren llegaría a aquel andén en ruinas. Y, sin embargo, volvía cada mañana, como si la espera fuera su única razón de existir. Dicen que el amor muere, pero también que somos animales de costumbres. La muerte la alcanzaría algún día, pero hasta entonces, seguiría acudiendo a su cita. Sus ojeras delataban noches sin descanso. En su cabello rizado aún llevaba una peineta, como en los tiempos de antaño. Hacía apenas unos años, los trenes llegaban y partían sin cesar. Pero esos tiempos murieron, y con ellos, la esperanza de que Víctor regresara, tal como había prometido. La loca del pueblo, así la llamaban. A aquella mujer de cabel...