Ir al contenido principal

Travieso.

Con todo mi amor para mí "travieso".


Siempre luchando contra todo, travieso. En el calido bajío michoacano, antes de la salida del sol se levantaba cada mañana muy temprano, recorría largos kilómetros en bicicleta para ir a la escuela, que aunque estaba lejos y era cansado, le iba bien y le gustaba estar con sus amigos; después del largo recorrido de regreso a casa tenía que ir al campo. Era un niño, su pelo rizado se movía con el viento y sus ojos marrones verdeceos brillaban como brillan los ojos de un infante. Pasó sus años cercanos a la adolescencia huérfano de madre y un poco huérfano de cariño. Tenía seis hermanos mayores y otros menores del que solo uno había sobrevivido y sin duda también lo pasaba mal; siempre fue su protegido. El trabajo del campo no era fácil y menos para un niño, sobre todo en el lluvioso verano donde por unas horas los cielos se volvían plomizos y las calles eran auténticos barrizales. El fango se pegaba en sus zapatos y el caminaba valiente. Sabía montar a caballo y sobre todo montaba un burro cómo era común en los niños. La suerte y el trabajo en el campo habían de cambiar su vida. Era su padre un hombre que vivía entre el trabajo, el alcohol, el tabaco y las mujeres. Travieso, un niño vivaracho y un poco locuelo, creció falto de cariño, al igual que huérfano de madre. Aquellos años fueron largos y difíciles cómo lo son para todo aquel que pierde a su madre siendo un crío. Lloró tardes enteras, sin comprender por qué con cuarenta su madre se había ido y le había quedado un padre perdido entre el trabajo, alcohol y mujeres, aquel padre al que amaba y le amaba pero le propinaba buenas zurras. Si bien le quedaban sus hermanos mayores, perder a su madre fue duro para todos ellos. Un día le visitó la tragedia, un asno lo dejó indefenso en el suelo y con sus fuertes patas rompió su antebrazo como aquel que rompe un palito. Dolor, sangre y blanco, es lo que el veía, el blanquecino hueso salía de entre su carne. El brazo sanó con el tiempo, gracias al destino, a algunos cuidados, a el, quien con su fuerza de voluntad salió de aquello y cómo no, a un médico y a la penicilina. Fiebres, inyecciones y un médico cobarde que no quiso tocar aquel brazo que quedaría mal soldado de por vida. Sin embargo, tuvo suerte tras aquella tragedia logró salvar su vida y aunque perdió movilidad y su brazo nunca volvió a ser el mismo, puede contar aquella historia, pudo haber muerto. Su vida fue una lucha. Travieso, siempre luchando contra todo, aquello lo marco de por vida, pero a pesar de ello se convirtió en un buen hombre, con sus virtudes y defectos, con sus errores y aciertos. Aquella vida no es de las que se desean vivir, es de las que se viven y se hace intensamente.

Comentarios

  1. Hola, Mar, gracias por leerme y gracias por dejarme un comentario. Me alegra que te haya gustado.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Aranza

Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada. Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él. Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma. —No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez...

«Alea iacta est»

“Las cosas de las que uno  está completamente seguro  nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe  y la lección del romanticismo” Un poco de leche caliente y dos caramelos amargos de botica. La noche perfecta. Dos de la madrugada, después de un polvo de receta te ronda en la cabeza la imagen de la tía a la que querías follarte la mañana anterior y de pronto lo ves claro: era una locura.  Tenían razón los médicos. Te habías convertido en adicto a los caramelos diminutos que a veces te ponías debajo de la lengua para aliviar aquellas marejadas de dolor, que, se te antojaban, eran del alma. Los caramelos nunca fueron problema para ti, pero ahora los consumes a montones. A veces piensas que no los necesitas, pero gracias a ellos te despides de la carga pesada que es para ti la existencia.  De pronto ves en tu cabeza al ermitaño. Lo odias. Recuerdas aquel día de hace diez años, cuando caminabas por aquella calle de la ciudad sin nombre y lo viste por vez primera, ...

Margarita

Margarita estaba sentada frente a la estación. La mañana era fresca, y el olor intenso del bosque lo impregnaba todo. A lo lejos, las montañas parecían observarla desde lo alto con ojos verdes y oscuros. Un sonido se filtró desde uno de los vagones abandonados, pero no había nadie. Tal vez era el chillido de una rata malherida, pensó. Sabía que ningún tren llegaría a aquel andén en ruinas. Y, sin embargo, volvía cada mañana, como si la espera fuera su única razón de existir. Dicen que el amor muere, pero también que somos animales de costumbres. La muerte la alcanzaría algún día, pero hasta entonces, seguiría acudiendo a su cita. Sus ojeras delataban noches sin descanso. En su cabello rizado aún llevaba una peineta, como en los tiempos de antaño. Hacía apenas unos años, los trenes llegaban y partían sin cesar. Pero esos tiempos murieron, y con ellos, la esperanza de que Víctor regresara, tal como había prometido. La loca del pueblo, así la llamaban. A aquella mujer de cabel...