¿Qué debe haber en mi cabeza para pensar lo que pienso? ¿Qué debe haber en mi corazón para sentir todo esto que siento? El amor es extraño y no lo es… La vida es un campo de amapolas y yo amo a todas y cada una de ellas… Soy un caminante entre campos gigantescos que surca caminos en busca de conocerlos… Soy un cometa que intenta planear entre los aires o nadar entre ellos como si fueran mares. Soy un vértice, dos líneas paralelas y contrarias… Soy un manantial del que manó la vida de dos seres gigantescos pero diminutos a la vez. Soy neuronas alocadas y enloquecidas… Soy palabras encerradas que se mueren por salir…
Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada. Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él. Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma. —No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez...
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