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Mostrando entradas de marzo, 2025

Margarita

Margarita estaba sentada frente a la estación. La mañana era fresca, y el olor intenso del bosque lo impregnaba todo. A lo lejos, las montañas parecían observarla desde lo alto con ojos verdes y oscuros. Un sonido se filtró desde uno de los vagones abandonados, pero no había nadie. Tal vez era el chillido de una rata malherida, pensó. Sabía que ningún tren llegaría a aquel andén en ruinas. Y, sin embargo, volvía cada mañana, como si la espera fuera su única razón de existir. Dicen que el amor muere, pero también que somos animales de costumbres. La muerte la alcanzaría algún día, pero hasta entonces, seguiría acudiendo a su cita. Sus ojeras delataban noches sin descanso. En su cabello rizado aún llevaba una peineta, como en los tiempos de antaño. Hacía apenas unos años, los trenes llegaban y partían sin cesar. Pero esos tiempos murieron, y con ellos, la esperanza de que Víctor regresara, tal como había prometido. La loca del pueblo, así la llamaban. A aquella mujer de cabel...

Enemigas íntimas

Era una tarde cualquiera, y como otras, la encontré a ella. Caminaba lentamente bajo el peso del sol de verano. Como cada mediodía, después del colegio, iba hacia la casa de mi abuela. Miraba a lo lejos aquel camino que parecía eterno. Ella me preguntó algo y le contesté, atraída, no sé muy bien por qué. Aquello no habría sido nada del otro mundo, si no fuera porque lo teníamos prohibido. Miré a mi alrededor, asegurándome de que nadie nos viera. Nadie podía vernos juntas, pues aquello era algo así como un delito muy grave. Ella era morena, de cabello rizado, con un rostro redondo y dos grandes mofletes. Una chica alegre, nada parecida a la niña taciturna que yo era. Después de caminar y hablar por largos minutos, nos detuvimos bajo la sombra de un gran árbol. Me aseguré de que no hubiera nadie. No vi ni un alma. Ella hablaba de algo que no recuerdo bien, pues yo estaba absorta en mis pensamientos. Cuando estuvimos cerca de la casa de mi abuela, no sabía cómo desembarazarme ...

«Alea iacta est»

“Las cosas de las que uno  está completamente seguro  nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe  y la lección del romanticismo” Un poco de leche caliente y dos caramelos amargos de botica. La noche perfecta. Dos de la madrugada, después de un polvo de receta te ronda en la cabeza la imagen de la tía a la que querías follarte la mañana anterior y de pronto lo ves claro: era una locura.  Tenían razón los médicos. Te habías convertido en adicto a los caramelos diminutos que a veces te ponías debajo de la lengua para aliviar aquellas marejadas de dolor, que, se te antojaban, eran del alma. Los caramelos nunca fueron problema para ti, pero ahora los consumes a montones. A veces piensas que no los necesitas, pero gracias a ellos te despides de la carga pesada que es para ti la existencia.  De pronto ves en tu cabeza al ermitaño. Lo odias. Recuerdas aquel día de hace diez años, cuando caminabas por aquella calle de la ciudad sin nombre y lo viste por vez primera, ...

La sombra del espejo

De pie frente a la ventana, observo la tarde teñirse de rojo. El color se expande como un presagio, como una herida abierta en el cielo. Pienso en lo que ocurrió la tarde anterior. Yo estaba allí, atrapado en el reflejo, testigo mudo de lo inevitable. Nadie me vio. —Probablemente no te das cuenta de lo que estás haciendo —dijo Roberto, con la voz tensa. Jana, sentada en la cama con las piernas cruzadas, levantó la vista y frunció el ceño. —¿De qué hablas? —Sabes perfectamente a qué me refiero. Jana bufó y desvió la mirada. —Puedes irte. No me interesa discutir. Roberto apretó los puños. —¿Crees que papá estaría orgulloso de ti? —No lo sé. Y tampoco me importa. Él avanzó un paso. Su respiración era irregular. —Me das asco, Jana. ¿Oíste? ¡Asco! La habitación quedó en silencio cuando Roberto salió dando un portazo. En el reflejo del espejo, vi su rostro crispado, la vena latiéndole en la frente. Sus manos temblaban. No podía soportarlo más. Jana, en cambio, se quedó quieta, mi...

Aranza

Era casi de noche y llovía. El aire frío cortaba la piel, y la lluvia, lejos de refrescarla, ardía como fuego helado. Aranza se sentía triste y agotada, perdida en preguntas sin respuestas. A lo lejos, entre la cortina de agua, se adivinaba la silueta borrosa de Mario. Caminaba con dificultad, sus zapatos agujereados chapoteaban en los pequeños riachuelos que corrían por la calle empinada. Recordó su infancia. En algún momento se sintió fuerte, pero ahora estaba desvalida. Quizá era el pensamiento de aquel hijo suyo y de Mario que nunca correría por la pequeña casa que hasta hace unas horas compartía con él. Mario corría tras ella. Escuchó su voz rasposa llamándola, pero no pensaba volver atrás. Llevaba dos maletas en las manos y un bolso marrón de cuero cruzado sobre el pecho. Su vientre estaba vacío. Le dolía, pero ese dolor era más débil que el de su alma. —No debes volver la vista atrás, Aranza, no debes —se dijo a sí misma, sabiendo que, si lo hacía, si lo veía una vez...